Saturday, October 30, 2010

Frío para caminar

¡Por fin un trabajo! Claire le ha conseguido un trabajo. Se pondrá al día con el casero que cuando lo ve, arruga la frente y lo pincha con los ojos; por eso Argimiro se desplaza como un gato por la habitación.

La habitación no es cara; tampoco es que sea una habitación. Argimiro vive en un sótano dividido con paredes de cartón piedra de las que salieron tres piezas. En el cuarto que él alquila cabe una cama individual. La ropa y otras pertenencias las guarda en la maleta debajo de la cama. Para ir al baño, debe subir al primer piso. La pieza no tiene calefacción por lo que el frío se instala en el sótano.

Han sido semanas sin trabajo. Consiguió el teléfono de un paisano ejecutivo en una agencia de publicidad. Lo llamó para solicitar una entrevista. Fue con su único traje, el que brilla por lo gastado, portando en las manos imágenes de comerciales creados por él. El ejecutivo paisano le dijo que había causado buena impresión, que lo llamaría. Argimiro esperó durante días. Finalmente, se decidió a llamar, lo que hizo religiosamente durante una semana en la que nunca encontró al ejecutivo paisano: lo imaginaba haciendo señas a la secretaria para que dijera que no estaba. La vida se complicaba hasta que Claire acudió en su ayuda.

Con la nieve en la calle sale despacio de la estación del metro. La nieve ha caído durante la noche. El pie se pierde en la masa esponjosa que en poco tiempo se compactará; caminar sobre ella será como hacerlo sobre una gigantesca pastilla de jabón: más de una vez se ha resbalado y ha caído.

A las diez en punto está en el negocio. En él hacen almuerzos para llevar y además es agencia de festejos, catering en lenguaje globalizante. Pregunta por Claire. Ella aparece en el mostrador y le presenta al chef, al asistente de cocina y al lavaplatos. Argimiro y Claire van a la oficina, espacio minúsculo con escritorio, computadora, fotocopiadora y un par de archivos. Alrededor, un reguero de platos, vasos, ollas de diversos tamaños, floreros, máquinas de hacer café, vegetales y frutas de verdad y de plástico.

-El trabajo no es difícil. Son cuatro o cinco horas al día. Te queda tiempo para hacer otras cosas. ¡Ah…! Y te dan el almuerzo. Cuando te hayas ganado a Amy, trabajarás en las fiestas como mesero: ahí se saca buena plata.

-Gracias, Claire. Estaba pelando.

Se abre una puerta y aparece Amy, la dueña del negocio. Alta, fuerte y ojos azules, Argimiro tiembla al escucharla: Amy ametralla palabras que rebotan en el reducido espacio. Como es costumbre en los casos en los que predomina otro idioma, Argimiro se siente necio moviendo la cabeza de arriba para abajo para dar por sentado que comprende lo que dice la dueña. Una vez que sale Amy, pregunta a Claire:

-¿Qué dijo?

-Tienes que llegar a las diez de la mañana. Te doy el menú del día, lo fotocopias y sales a la calle a repartirlo. Antes de las doce estás aquí para los envíos de comida: hay gente que por no salir de la oficina, ordena por teléfono. De ahí salen propinas.

Claire, como bienvenida, le da el menú ya fotocopiado:

-Eso sí, no te acostumbres. Mañana lo fotocopias tú.

Argimiro sale a cumplir su misión. Descubre que en invierno pocos caminan por la Décima Avenida, así que se dirige hacia la Novena. Sigue hasta la esquina de la calle 57; allí se atrinchera para repartir el menú. Primera vez que se detiene un mediodía de invierno para ver una calle. Le asombra el caminar de la gente: más que caminar, es huída en desbandada temiendo que les corten el paso.

Descubre que es tarea complicada manipular hojas volantes con guantes. Se quita el guante derecho y desde la mano, el cuerpo se colma de frío, pero hay que ganar dinero. Un intento, dos, tres, cuatro… varios… Cuando se acerca, los transeúntes voltean la cara o congelan la vista al frente para no hacer contacto con él, para no recibir esos papeles. Los que lo ven, sienten desprecio o temor hacia el inoportuno repartidor en medio de la calle. En dos ocasiones intercepta peatones que en respuesta apresuran el paso. Está la ley del espacio personal: es un espacio que no está permitido abordar, al que no se tiene acceso ni con los ojos. Finalmente un hombre se detiene, toma el menú que le ofrece Argimiro y pregunta el nombre del restaurante. Tastefully Done, responde Argimiro, no sin cierta dificultad porque la “a” vale por “ei”, la segunda “t” se pronuncia mientras que la “e” no, y la “u” vale como “iu”. El hombre mira el menú y pregunta si hacen comida vegetariana.

-No, responde Argimiro.

El transeúnte hace del menú una pelota con la mano derecha y la lanza al cesto de basura. Argimiro se siente pequeño. Menos que pequeño: inmaterial. Ser evitado, lo que ofrece se bota a la basura confirmando lo que siente desde que llegó y que la ciudad se ocupa en reforzar: es un extraño. De ganar premios como redactor, copywriter en idioma globalizante, allí es ignorado, con la mano derecha a medio congelar por la nieve y la indiferencia, con un trabajo de medio tiempo para ganar menos del sueldo mínimo.

-¿Qué carajo hago aquí?

Y mientras se lo pregunta, una mujer apurada lo sorprende por detrás pegándole con su bolso de mano en el que parece llevar ladrillos. Resbala y por poco cae. La mujer no pide excusas porque ni cuenta se da. Con el empujón, Argimiro ve a través del sucio vidrio de un restaurante chino, un reloj de pared cubierto de una mezcla de grasa y polvo: son casi las doce, sólo ha entregado un menú y dentro de poco debe volver al negocio para entregar los pedidos.

-¿Cómo reparto estas hojas?

Es un fantasma, un fantasma repartidor de hojas de papel. Nadie le hace caso. Es la manera normal de ser: no ser visto ni oído. Poco a poco se ha acostumbrado a desaparecer, a ser borroso, a caminar en la calle sin que se note su presencia. ¡Si pudiera hacer lo mismo con el casero!

Con paso rápido, entra en los edificios residenciales y deja los menús en los buzones de correo. En el primer edificio no hay obstáculo. En el segundo edificio está el letrero amenazador con el que se topará a cada rato: No Menus. Si lo agarra el súper de uno de esos edificios, por lo bajito, le armará un escándalo. De crear y escribir mensajes en un escritorio pasa a repartirlos en la calle; de redactor de avisos publicitarios para compañías transnacionales a repartidor de menú. Del escritorio a la acera. Las hojas que no llega a entregar, que son las más, las lanza en un bote de basura.

Al llegar, pregunta a Claire si está mal regresar con menús sobrantes.

-Puedes, pero te verán como inepto. Tampoco pienses en tirarlos a la basura: los clientes te delatarían.

Argimiro se promete a sí mismo no botar los menús mañana. Comienzan a llegar los pedidos a domicilio y con ellos el reparto. En su primer día hace la propina suficiente para comprar cigarrillos. Para el pasaje del metro, la calle está fría para caminar. Para llamar por teléfono, tal vez el ejecutivo paisano…

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