Monday, October 25, 2010

Retrato en cobalto de madre con niños

Comienzo explicando por qué la mayoría de los escritores que vivimos en Nueva York tarde o temprano terminamos en el metro. El subway neoyorquino tiene la facultad de reunir en sus vagones a gente que nunca se ha visto y probablemente nunca se verá de nuevo.

La posibilidad de compartir con tanta gente anónima se puede hacer durante algunos minutos, los necesarios para que un escritor se encuentre ante una potencial galería de personajes. Como el tren subterráneo refleja el carácter de melting pot de la ciudad, los viajes en él pueden llegar a ser asombrosos: mariachis, cantantes pop, gaiteros celtas, violinistas, bailarines de hip hop, magos, percusionistas, mendigos que cuentan historias increíbles. El abono perfecto de una realidad inusual.

Videos musicales, películas, obras de teatro y cuentos se desarrollan en entradas, andenes y vagones del tren. Muchos escritores hispanos, y de otras latitudes, tienen su cuento o poema que se desarrolla en el metro.

En lo particular, tengo un par de textos que transcurren en el transporte del subsuelo. Uno de ellos es una pieza breve: una pareja que busca darle un sentido de aventura a su relación. El otro es un cuento que ocurre en un vagón repleto, un día de verano, en el que para colmo el convoy se detiene entre las estaciones de Lexington y 23rd Ely Avenue.

Tal es la atracción del subway que había decidido que esta narración tuviese como tema el encuentro, años después, con la persona más embustera de Nueva York, al menos de las que he conocido. Luego de una serie de promesas, la persona se desentendió de sus compromisos ocasionando terribles problemas. Haciendo caso omiso al consejo de Quiroga de dejar que la emoción baje –aclaro que nunca he hecho caso a lo de saber a dónde va el cuento desde la primera palabra- quise llegar lo más rápido posible para contar lo que había sentido ante la amenaza de que esa persona, que rige el imperio del embuste, se atreviera a brindarme un saludo.

Caminé con Santiago por Broadway hacia la Calle 14. Mientras la tarde mostraba su aspecto otoñal, por mi cabeza pasaban las posibles frases con que empezaría el relato: “Tiempo después en la calle apareció la mentira humanizada”, “La frustración me invadió cuando se apareció de nuevo”.

En Union Square, entré a la estación y me dirigí con Santiago al andén del tren R que llegó casi inmediatamente. Había gente de pie, gente que luego del paseo dominical se recogen temprano en sus hogares. Desde la estación de la calle 14 hasta la estación de la calle 28 estuve de pie; allí se bajó una pareja y me senté. A Santiago no le dio tiempo y siguió con las manos sujetando las barras. Mi mente seguía rumiando las palabras por lo que saqué mi libreta de bolsillo para que no escaparan. En la calle 34 se bajó la mujer que iba al lado mío; hice señas a Santiago para que se sentara junto a mí. Él prefirió irse al asiento desocupado, al lado de las puertas: tenía más espacio.

Escribí: “El engaño se disfraza de mística”. Al abrir las puertas en la estación de la Calle 42, un grupo de gente abordó el vagón. Entre ellos estaba una mujer con dos niños. Empezó la seducción del transporte y la historia de la persona más mentirosa quedó para después. Los niños, uno tendría cuatro años y el otro dos, venían en uno de esos carritos para ir al mercado, para cargar ropa o cachivaches: era una especie de jaula, de corral infantil. Tan azul cobalto como el carrito eran los abrigos de los niños y de la que supuse era la madre. Luego de la llamativa entrada, madre e hijos se sentaron al lado de Santiago. Al arrancar el tren, los niños empezaron a apretar y a lanzar el contenido de las bolsas de papas fritas que tenían en las manos. La mamá se limitó a decir que dejaran de jugar lo que no evitó que en la ropa de Santiago cayeran migajas grasientas de papas.

Los niños se quedaron tranquilos un rato hasta que la mamá sacó el celular. El más pequeño quiso agarrarlo y como la madre no se lo dio empezó a llorar. Más que llorar, empezó a berrear mecánicamente. Como la madre no le hacía caso, el pequeño chillaba cada vez más duro y empujaba al hermano mayor, compañero de jaula. La gente en el tren miraba al grupo con disimulo. Si hubiera pasado en Caracas, si hubiera sido cuando yo era joven, se habría escuchado la frase que los pasajeros de carritos y autobuses utilizaban para que la madre callara al niño: “¡Dale la teta!”

En los trenes y autobuses de Nueva York nadie grita “¡Dale la teta!” El niño puede desgañitarse y nadie reclama. Además, lo más que se hubiera podido hacer con esta madre era brindarle un consejo: ella no pasaba de los veinte años; a pesar de ello, en su cara arrastraba el cansancio.

Siete estaciones después, el niño seguía con los chillidos. En el ínterin, uno que otro pasajero había buscado situarse en los extremos del vagón para que los gritos no le molestasen tanto.

Finalmente en la estación Steinway de Queens, madre, hijos y carrito se bajaron del tren. Un pasajero aplaudió en son de alivio. El resto de los pasajeros lo ignoraron. El embuste desapareció

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