Saturday, October 30, 2010

Frío para caminar

¡Por fin un trabajo! Claire le ha conseguido un trabajo. Se pondrá al día con el casero que cuando lo ve, arruga la frente y lo pincha con los ojos; por eso Argimiro se desplaza como un gato por la habitación.

La habitación no es cara; tampoco es que sea una habitación. Argimiro vive en un sótano dividido con paredes de cartón piedra de las que salieron tres piezas. En el cuarto que él alquila cabe una cama individual. La ropa y otras pertenencias las guarda en la maleta debajo de la cama. Para ir al baño, debe subir al primer piso. La pieza no tiene calefacción por lo que el frío se instala en el sótano.

Han sido semanas sin trabajo. Consiguió el teléfono de un paisano ejecutivo en una agencia de publicidad. Lo llamó para solicitar una entrevista. Fue con su único traje, el que brilla por lo gastado, portando en las manos imágenes de comerciales creados por él. El ejecutivo paisano le dijo que había causado buena impresión, que lo llamaría. Argimiro esperó durante días. Finalmente, se decidió a llamar, lo que hizo religiosamente durante una semana en la que nunca encontró al ejecutivo paisano: lo imaginaba haciendo señas a la secretaria para que dijera que no estaba. La vida se complicaba hasta que Claire acudió en su ayuda.

Con la nieve en la calle sale despacio de la estación del metro. La nieve ha caído durante la noche. El pie se pierde en la masa esponjosa que en poco tiempo se compactará; caminar sobre ella será como hacerlo sobre una gigantesca pastilla de jabón: más de una vez se ha resbalado y ha caído.

A las diez en punto está en el negocio. En él hacen almuerzos para llevar y además es agencia de festejos, catering en lenguaje globalizante. Pregunta por Claire. Ella aparece en el mostrador y le presenta al chef, al asistente de cocina y al lavaplatos. Argimiro y Claire van a la oficina, espacio minúsculo con escritorio, computadora, fotocopiadora y un par de archivos. Alrededor, un reguero de platos, vasos, ollas de diversos tamaños, floreros, máquinas de hacer café, vegetales y frutas de verdad y de plástico.

-El trabajo no es difícil. Son cuatro o cinco horas al día. Te queda tiempo para hacer otras cosas. ¡Ah…! Y te dan el almuerzo. Cuando te hayas ganado a Amy, trabajarás en las fiestas como mesero: ahí se saca buena plata.

-Gracias, Claire. Estaba pelando.

Se abre una puerta y aparece Amy, la dueña del negocio. Alta, fuerte y ojos azules, Argimiro tiembla al escucharla: Amy ametralla palabras que rebotan en el reducido espacio. Como es costumbre en los casos en los que predomina otro idioma, Argimiro se siente necio moviendo la cabeza de arriba para abajo para dar por sentado que comprende lo que dice la dueña. Una vez que sale Amy, pregunta a Claire:

-¿Qué dijo?

-Tienes que llegar a las diez de la mañana. Te doy el menú del día, lo fotocopias y sales a la calle a repartirlo. Antes de las doce estás aquí para los envíos de comida: hay gente que por no salir de la oficina, ordena por teléfono. De ahí salen propinas.

Claire, como bienvenida, le da el menú ya fotocopiado:

-Eso sí, no te acostumbres. Mañana lo fotocopias tú.

Argimiro sale a cumplir su misión. Descubre que en invierno pocos caminan por la Décima Avenida, así que se dirige hacia la Novena. Sigue hasta la esquina de la calle 57; allí se atrinchera para repartir el menú. Primera vez que se detiene un mediodía de invierno para ver una calle. Le asombra el caminar de la gente: más que caminar, es huída en desbandada temiendo que les corten el paso.

Descubre que es tarea complicada manipular hojas volantes con guantes. Se quita el guante derecho y desde la mano, el cuerpo se colma de frío, pero hay que ganar dinero. Un intento, dos, tres, cuatro… varios… Cuando se acerca, los transeúntes voltean la cara o congelan la vista al frente para no hacer contacto con él, para no recibir esos papeles. Los que lo ven, sienten desprecio o temor hacia el inoportuno repartidor en medio de la calle. En dos ocasiones intercepta peatones que en respuesta apresuran el paso. Está la ley del espacio personal: es un espacio que no está permitido abordar, al que no se tiene acceso ni con los ojos. Finalmente un hombre se detiene, toma el menú que le ofrece Argimiro y pregunta el nombre del restaurante. Tastefully Done, responde Argimiro, no sin cierta dificultad porque la “a” vale por “ei”, la segunda “t” se pronuncia mientras que la “e” no, y la “u” vale como “iu”. El hombre mira el menú y pregunta si hacen comida vegetariana.

-No, responde Argimiro.

El transeúnte hace del menú una pelota con la mano derecha y la lanza al cesto de basura. Argimiro se siente pequeño. Menos que pequeño: inmaterial. Ser evitado, lo que ofrece se bota a la basura confirmando lo que siente desde que llegó y que la ciudad se ocupa en reforzar: es un extraño. De ganar premios como redactor, copywriter en idioma globalizante, allí es ignorado, con la mano derecha a medio congelar por la nieve y la indiferencia, con un trabajo de medio tiempo para ganar menos del sueldo mínimo.

-¿Qué carajo hago aquí?

Y mientras se lo pregunta, una mujer apurada lo sorprende por detrás pegándole con su bolso de mano en el que parece llevar ladrillos. Resbala y por poco cae. La mujer no pide excusas porque ni cuenta se da. Con el empujón, Argimiro ve a través del sucio vidrio de un restaurante chino, un reloj de pared cubierto de una mezcla de grasa y polvo: son casi las doce, sólo ha entregado un menú y dentro de poco debe volver al negocio para entregar los pedidos.

-¿Cómo reparto estas hojas?

Es un fantasma, un fantasma repartidor de hojas de papel. Nadie le hace caso. Es la manera normal de ser: no ser visto ni oído. Poco a poco se ha acostumbrado a desaparecer, a ser borroso, a caminar en la calle sin que se note su presencia. ¡Si pudiera hacer lo mismo con el casero!

Con paso rápido, entra en los edificios residenciales y deja los menús en los buzones de correo. En el primer edificio no hay obstáculo. En el segundo edificio está el letrero amenazador con el que se topará a cada rato: No Menus. Si lo agarra el súper de uno de esos edificios, por lo bajito, le armará un escándalo. De crear y escribir mensajes en un escritorio pasa a repartirlos en la calle; de redactor de avisos publicitarios para compañías transnacionales a repartidor de menú. Del escritorio a la acera. Las hojas que no llega a entregar, que son las más, las lanza en un bote de basura.

Al llegar, pregunta a Claire si está mal regresar con menús sobrantes.

-Puedes, pero te verán como inepto. Tampoco pienses en tirarlos a la basura: los clientes te delatarían.

Argimiro se promete a sí mismo no botar los menús mañana. Comienzan a llegar los pedidos a domicilio y con ellos el reparto. En su primer día hace la propina suficiente para comprar cigarrillos. Para el pasaje del metro, la calle está fría para caminar. Para llamar por teléfono, tal vez el ejecutivo paisano…

Monday, October 25, 2010

Retrato en cobalto de madre con niños

Comienzo explicando por qué la mayoría de los escritores que vivimos en Nueva York tarde o temprano terminamos en el metro. El subway neoyorquino tiene la facultad de reunir en sus vagones a gente que nunca se ha visto y probablemente nunca se verá de nuevo.

La posibilidad de compartir con tanta gente anónima se puede hacer durante algunos minutos, los necesarios para que un escritor se encuentre ante una potencial galería de personajes. Como el tren subterráneo refleja el carácter de melting pot de la ciudad, los viajes en él pueden llegar a ser asombrosos: mariachis, cantantes pop, gaiteros celtas, violinistas, bailarines de hip hop, magos, percusionistas, mendigos que cuentan historias increíbles. El abono perfecto de una realidad inusual.

Videos musicales, películas, obras de teatro y cuentos se desarrollan en entradas, andenes y vagones del tren. Muchos escritores hispanos, y de otras latitudes, tienen su cuento o poema que se desarrolla en el metro.

En lo particular, tengo un par de textos que transcurren en el transporte del subsuelo. Uno de ellos es una pieza breve: una pareja que busca darle un sentido de aventura a su relación. El otro es un cuento que ocurre en un vagón repleto, un día de verano, en el que para colmo el convoy se detiene entre las estaciones de Lexington y 23rd Ely Avenue.

Tal es la atracción del subway que había decidido que esta narración tuviese como tema el encuentro, años después, con la persona más embustera de Nueva York, al menos de las que he conocido. Luego de una serie de promesas, la persona se desentendió de sus compromisos ocasionando terribles problemas. Haciendo caso omiso al consejo de Quiroga de dejar que la emoción baje –aclaro que nunca he hecho caso a lo de saber a dónde va el cuento desde la primera palabra- quise llegar lo más rápido posible para contar lo que había sentido ante la amenaza de que esa persona, que rige el imperio del embuste, se atreviera a brindarme un saludo.

Caminé con Santiago por Broadway hacia la Calle 14. Mientras la tarde mostraba su aspecto otoñal, por mi cabeza pasaban las posibles frases con que empezaría el relato: “Tiempo después en la calle apareció la mentira humanizada”, “La frustración me invadió cuando se apareció de nuevo”.

En Union Square, entré a la estación y me dirigí con Santiago al andén del tren R que llegó casi inmediatamente. Había gente de pie, gente que luego del paseo dominical se recogen temprano en sus hogares. Desde la estación de la calle 14 hasta la estación de la calle 28 estuve de pie; allí se bajó una pareja y me senté. A Santiago no le dio tiempo y siguió con las manos sujetando las barras. Mi mente seguía rumiando las palabras por lo que saqué mi libreta de bolsillo para que no escaparan. En la calle 34 se bajó la mujer que iba al lado mío; hice señas a Santiago para que se sentara junto a mí. Él prefirió irse al asiento desocupado, al lado de las puertas: tenía más espacio.

Escribí: “El engaño se disfraza de mística”. Al abrir las puertas en la estación de la Calle 42, un grupo de gente abordó el vagón. Entre ellos estaba una mujer con dos niños. Empezó la seducción del transporte y la historia de la persona más mentirosa quedó para después. Los niños, uno tendría cuatro años y el otro dos, venían en uno de esos carritos para ir al mercado, para cargar ropa o cachivaches: era una especie de jaula, de corral infantil. Tan azul cobalto como el carrito eran los abrigos de los niños y de la que supuse era la madre. Luego de la llamativa entrada, madre e hijos se sentaron al lado de Santiago. Al arrancar el tren, los niños empezaron a apretar y a lanzar el contenido de las bolsas de papas fritas que tenían en las manos. La mamá se limitó a decir que dejaran de jugar lo que no evitó que en la ropa de Santiago cayeran migajas grasientas de papas.

Los niños se quedaron tranquilos un rato hasta que la mamá sacó el celular. El más pequeño quiso agarrarlo y como la madre no se lo dio empezó a llorar. Más que llorar, empezó a berrear mecánicamente. Como la madre no le hacía caso, el pequeño chillaba cada vez más duro y empujaba al hermano mayor, compañero de jaula. La gente en el tren miraba al grupo con disimulo. Si hubiera pasado en Caracas, si hubiera sido cuando yo era joven, se habría escuchado la frase que los pasajeros de carritos y autobuses utilizaban para que la madre callara al niño: “¡Dale la teta!”

En los trenes y autobuses de Nueva York nadie grita “¡Dale la teta!” El niño puede desgañitarse y nadie reclama. Además, lo más que se hubiera podido hacer con esta madre era brindarle un consejo: ella no pasaba de los veinte años; a pesar de ello, en su cara arrastraba el cansancio.

Siete estaciones después, el niño seguía con los chillidos. En el ínterin, uno que otro pasajero había buscado situarse en los extremos del vagón para que los gritos no le molestasen tanto.

Finalmente en la estación Steinway de Queens, madre, hijos y carrito se bajaron del tren. Un pasajero aplaudió en son de alivio. El resto de los pasajeros lo ignoraron. El embuste desapareció

Saturday, October 16, 2010

Aurelio, mi ídolo

Me gusta escribir de noche. Santiago y Benito se acuestan temprano así que son míos tiempo y espacio. Habiéndome convertido en ser urbano, necesito algún estímulo para no sentirme solo o para tener el mínimo de distracción mientras escribo. Quién sabe.

Esta noche me siento frente a la computadora. El televisor, sin volumen, dispara sus imágenes al sofá vacío. Me concentro. Empiezo a escribir. Tiempos verbales, adjetivos, adverbios. Redondeo oraciones, las pulo, las borro. Volteo hacia la izquierda y en la pantalla está Aurelio.

Admiro a Aurelio. La primera vez que lo vi fue en el Show de Cristina. Allí desarrolló el personaje del ser que va más allá del clasismo y del elitismo: con insultos e ironías mostraba su rechazo hacia la gente ordinaria, los ancianos, los obesos. Pasó el tiempo y no lo vi más.

Apareció años después gracias al satélite con su carga de programas peninsulares. Allí estaba Aurelio, esta vez como periodista del corazón. Periodista del corazón es aquel que se ocupa de averiguar la vida de los famosos y contar sus truculencias; en la jerga caraqueña, es un periodista de chismes de farándula.

Las sesiones, en vez de prensa del corazón, parecen de la prensa del pulmón: gana quien grite más. En los programas desmienten, replican, berrean, cuestionan, lloran. Juglares del micrófono que necesitan la atención del público. Para ello, se puede echar mano a un desmayo, una amenaza, un par de lágrimas con fondo de música empalagosa.

Aurelio aprovechó la oportunidad. Supo mercadearse. Sabe que, más que agradar, hay que impactar. El rostro del juglar y sus historias deben tatuarse en la memoria del televidente. Por eso, cuenta que los guardaespaldas de la cantante intentaron agredirle, que fulana no tuvo relaciones con mengano o que el heredero intentó robar a la millonaria madre. Se molesta, apasiona, grita, impreca: tiene la imperiosa necesidad de ser recordado.

¿Por qué mi admiración por Aurelio? Ha interpretado un personaje clasista y es el periodista acucioso. Es visto en Europa y en América. Sabe cómo alcanzar la notoriedad sea mostrando rechazo a los ancianos, sea contando secretos ajenos. Su esfuerzo lo llevó al estrellato.

Saturday, October 9, 2010

Primero los niños

Dos historias, dos momentos y los mismos protagonistas.

Paseo

La noche estrellada es espera que se vuelve mañana. El cura Ángel cumple su promesa: consigue el autobús que lleva a pasear a los niños del cerro.

Primera vez que bajan a los puntos lejanos, a la tierra a sus pies que de noche se vuelve cielo. El autobús llega a las grandes calles que no alcanzan para tantos carros.

Entran en un edificio. Es inmenso. Adentro caben varios ranchos y sobra espacio. Hay cuadros, estatuas y mucho frío.

Al rato de explorar, todo empieza a dar vueltas. Oscuridad. El carajito abre los ojos. Sonríe. El cura Ángel dice que se desmayó por inanición. Él sabe que no es por inanición. Es por el hambre atrasada.

Desalojo

El General Brigadier revisó una vez más el operativo. El objetivo estaba claro: desalojar a los que se estuvieran en la escuela.

Para no correr riesgos, envió cincuenta soldados armados. Si oponían resistencia, darían la orden de lanzar bombas lacrimógenas.

El lunes se llevó a cabo el plan. Llegaron por la pendiente de la calle 12. Se bajaron los soldados y en acción coordinada, casi coreográfica, entraron al recinto escolar.

Dominaron al vigilante. Llegaron a las oficinas, a los salones; los soldados sometieron a los alumnos, a los maestros, al personal administrativo.

Los rivales protestaron: ¿para qué mandar al ejército a desalojar una escuela primaria de niños invidentes? Es inhumano. Si al menos hubiesen sido niños sordos, pero ciegos, ¡qué disparate!

El miércoles, el General Brigadier fue condecorado con la orden más alta de la república por preservar el orden patrio.

Sunday, August 22, 2010

Al parecer, los familiares también son víctimas

En días pasados, dos hechos relacionados con la violencia en Venezuela fueron titulares: la risa y la foto. Mientras tanto, nuestros familiares son tragados por la violencia de la calle y son prejuzgados por reportes sensacionalistas.

Originalmente transmitido por CNN, en Youtube apareció parte del debate sobre la criminalidad en Venezuela entre Andrés Izarra, presidente de Telesur, y Roberto Briceño León del Observatorio Venezolano de la Violencia. Del dominio público es el carácter de lo que se volvió dos soliloquios: parecía que la discusión no era sobre un tema que obsesiona sino una sesión de programas de chismes de farándula.

Ante el problema que preocupa a la mayoría de los venezolanos, Izarra declaró “Yo me muero de la risa”. Imaginé cuán molesta resultaría la risa, risa irónica en contraste con las manos de profeta, manos de tolerancia pintadas por Guayasamín y que se veían al fondo. Cuántas personas se habrán ofendido al ver y escuchar una risa que minimiza la inseguridad ciudadana.

El otro hecho fue la foto de la morgue aparecida en El Nacional el viernes 13 de agosto. La imagen es sobrecogedora y dejémonos de eufemismos: es morbosa. Cuerpos apilados, compartiendo la misma camilla. Cuerpos a los que arrebataron la dignidad.

La foto pasó a ser centro de otra polémica. Mientras que los organismos oficiales afirman que la imagen atenta en contra del bienestar psicológico de los menores, los medios apelan a la libertad de expresión para denunciar la ineficacia gubernamental.

En todo caso, la foto señala que algo más profundo ocurre en la sociedad venezolana. Las imágenes que en el pasado pertenecían a la esfera de tabloides amarillistas como Alerta y Crónica policial ahora El Nacional reclama el derecho a mostrarlas. De nuevo, la pregunta fue qué sentiría un familiar teniendo los restos de un ser querido en ese degradante espacio.

Pude saberlo a la mañana siguiente. Mi sobrino Kenny, la noche anterior anduvo con su moto por la Avenida Sucre a la altura de La Pastora. En la calle le dieron el tiro que atravesó sus órganos vitales. Su cuerpo estuvo en el hospital desde las dos de la mañana hasta las diez de la noche del sábado. De allí fue enviado a la tan temida morgue y se lo entregaron a su padre la mañana del domingo.

En la página de sucesos de El Universal apareció que “Al parecer un grupo de individuos fue a buscarlo y hubo un tiroteo”. El reporte afirma el fallecimiento y a la vez, a través de la elipsis, sugiere la situación: “al parecer” Kenny tenía una deuda pendiente. La noticia publicada por Últimas Noticias prescinde de la retórica y degrada directamente al muchacho: "ajuste de cuentas".

Kenny trabajaba, no andaba en patotas, no tenía armas; entonces cómo sugerir que fue una de las partes en un tiroteo. La gran culpa, la terrible culpa de Kenny fue pensar que podía andar de noche por Caracas. “Al parecer”, los reporteros no tuvieron oportunidad de averiguar y se fueron con el perfil demográfico: hombre de 25 años, en moto, atacado en el oeste de Caracas.

Habría qué averiguar si las organizaciones gubernamentales que se preocupan por el bienestar de niños y adolescentes están conscientes que los familiares de los fallecidos también son víctimas de la delincuencia. Tal vez puedan explicar a mis sobrinos adolescentes la razón por la cual su hermano no estará más con ellos.

Tal vez mi hermana y mi cuñado encuentren el organismo que asiste a parientes de fallecidos por la violencia. Tal vez la entidad ayude con la desgracia. Tal vez ayude a la familia a superar una realidad que, desde el 14 de agosto, imita la ficción de Cortázar y en la que día a día le inventan excusas a la abuela sobre la ausencia de Kenny. Ella no soportaría la verdad de la muerte ni la mentira de los tabloides.

La pérdida es doble: la desaparición de Kenny con el agregado de un supuesto matiz delictivo. Ojalá que los reporteros de El Universal o de Últimas Noticias investiguen el hecho y no nos quedemos con la versión de que mi sobrino “al parecer” fue una de las partes en un tiroteo. No es justo para con él. No es justo para la familia. La pregunta es: ¿Reportes sensacionalistas como el de El Universal o el de Últimas Noticias están amparados bajo la libertad de expresión?

Saturday, July 31, 2010

Péndulo

Lo que más le gusta: que le dejen propina cuando entrega los abrigos. Lo que menos le gusta: no ver el sol.

Lo que más le gusta: la música, las luces y los tragos gratis. Lo que menos le gusta: cuando cierra la discoteca, cuando cesa la música y se encienden las luces blancas que dan a los clientes piel de enfermos.

Lo qué más le gusta: que generalmente den las gracias. Lo que menos le gusta: la fila interminable frente a la ventanilla y él, apresurado, en el desespero, buscando abrigos.

Lo que más le gusta: entregar los abrigos lo más rápido posible. Lo que menos le gusta: que un hombre, de hablar pastoso diga que perdió su teléfono, que lo tenía en el abrigo, que él se lo robó.

Lo que más le gusta: que un empleado con más mañas que él haya pedido el número de teléfono, que haya llamado y que el teléfono haya repicado en los pantalones del cliente.

Lo que más le gusta: salir del bar, sentirse libre. Lo que menos le gusta: el frío, y acostarse sabiendo que cuando se levante será de noche.


©-2008




Saturday, July 24, 2010

La palabra

Predicadora sabatina en Roosevelt Avenue y la Calle 82, Queens.

(Pieza brevísima).

Banco en un parque. Entra Pablo. Ve un punto próximo al banco que tienta al descanso. Se echa a dormir. Entra Pedro con un libro bajo el brazo.

Pedro mira alrededor. No ve a nadie. Se arma de valor y predica a la soledad.

PEDRO: Aquí está bien para la práctica. (Tiene el libro en la mano mientras practica. A una supuesta multitud). Pecadores: arrepiéntanse. El señor les brinda la oportunidad de subir al cielo si se arrepienten de la mala vida, si reconocen que él es el camino y la vida, si reniegan de esa vida de pecado y de lujuria. A él debemos lo que somos, él nos ha traído aquí para que alabemos su grandeza. El que no lo reconozca está en camino de la perdición…

PABLO: (Exaltado). ¿Qué pasa?

PEDRO: ¡El señor iluminó mi vida…!

PABLO: ¡Que se calle…!

PEDRO: (Toma fuerzas). He escuchado a un fariseo, a uno que no quiere y reniega de la palabra. Y por descarriados como él, es que el señor me ha dado fuerzas para regar la buena nueva del reino de los cielos.

PABLO: (A Pedro). ¿Te podrías callar un rato?

PEDRO: No soy yo el que habla. Es mi señor el que pone las palabras en mi boca. Él me manda para que encuentres el rumbo, para que dejes de adorar a los falsos ídolos, para que subas a los cielos…

PABLO: Mi problema no es subir al cielo. Mi problema es descansar.

PEDRO: (Al cielo). Señor: me has puesto una dura prueba. No importa: saldré airoso de ella. (A Pablo). No te preocupes, pecador que voy a orar por ti.

PABLO: ¿Y el señor no te dijo que es pecado estar jodiendo la paz y la tranquilidad de los demás? ¿No te dijo que hacer ruido contamina?

PEDRO: ¿Y quién hace ruido?

PABLO: Tú, con las pendejadas que estás diciendo. Así que mejor te callas. No lo repito.

PEDRO: Él quiere que los desposeídos subamos al cielo. (Abre el libro). Aquí dice…

PABLO: ¿No dijo “bienaventurados los que tienen sueño porque de ellos será el reino de las camas"?

PEDRO: ¡Pecador…!

(Pablo se acuesta. Da la espalda a Pedro que calla).

PEDRO: Señor: esto no es una oveja descarriada, es un lobo disfrazado de oveja. No quiere escuchar tu palabra. Lo has mandado para que yo haga el milagro. Cuando cuente esta historia a los hermanos no me lo creerán, pero ahí estará el pecador arrepentido para dar testimonio. Seré el nuevo pastor de la iglesia… iré por todos los países para regar la buena nueva. Conduciré tu rebaño, mi señor. Seré el Pablo de estos tiempos.

PABLO: ¿Qué?

PEDRO: No hablo contigo.

PABLO: ¿Y por qué me llamaste?

PEDRO: (Confuso). ¿El señor? ¿Te has disfrazado de hombre para probarme?

PABLO: Lo tuyo es de psiquiatra. ¡Qué señor ni qué carajo…! Pablo, me llamo Pablo y acabas de decir mi nombre.

Silencio vergonzoso de Pedro. Pablo se acuesta de nuevo. Pedro abre el libro. A hurtadillas se acerca a Pablo.

PEDRO: Dios el señor sacó al hombre del jardín del Edén, y lo puso a trabajar la tierra de la cual había sido formado…

PABLO: ¡No…! ¡De nuevo no…!

PEDRO: Después de haber sido sacado el hombre, puso al oriente del jardín unos seres alados…

PABLO: ¡Ya, loco…!

PEDRO: El rey dirá a los que estén a su izquierda: “apártense de mí, ustedes que están bajo maldición, váyanse al fuego eterno…”

PABLO: ¡Basta…! Ni una palabra más. Estás jodiéndome la vida. Vete con los que creen en esa vaina y déjame en paz.

PEDRO: Hay que recuperar las almas. No tendría gracia predicarle a los hermanos que creen lo que yo creo.

PABLO: Pues tampoco aquí tiene gracia. Entiéndelo, me importa un coño lo que digas, me importa un carajo el señor…

PEDRO: ¡Un sacrilegio tras otro…!

PABLO: Me importa un coño pasar la eternidad en la última paila del infierno. Así que cállate, chitón, cierra la boca.

PEDRO: Estoy rescatando tu eternidad.

PABLO: Antes de rescatar la eternidad, rescata mi presente: habla para que me devuelvan el trabajo. Habla con mi mujer y dile que vuelva. Convence a mis acreedores para que no me manden preso. (Pausa breve). Déjame dormir porque tengo dos noches que no pego un ojo.

PEDRO: Pues aquí tienes la solución. El libro sagrado. El libro de los libros.

PABLO: ¿Qué hago con él? ¿Hace cheques divinos? ¿Hace que lo reenganchen a uno? ¿Sirve de almohada?

PEDRO: Mejor. Es la sanación. Tócalo.

Pablo agarra el libro con cierta reverencia. Cierra los ojos. Trata de sentir la energía del libro. Mientras tanto, es evidente la emoción que siente Pedro al ver que Pablo intenta conectarse con lo divino.

PABLO: (Suelta el libro). No pasa nada. No siento nada.

PEDRO: A lo mejor si lo lees, para eso es que sirven los libros hermano, y sobre todo éste.

PABLO: (Abre el libro y lee). “¿Dónde están los hombres que vinieron a pasar la noche en tu casa? ¡Échalos afuera! ¡Queremos acostarnos con ellos” ¡Coño…!

PEDRO: Sin herejías.

PABLO: (Continúa). “Por favor, amigos míos, no cometan tal perversidad. Tengo dos hijas que todavía son vírgenes; voy a traérselas para que hagan con ellas lo que les plazca…”

PEDRO: Sigue, que encontrarás consuelo.

PABLO: “El señor hizo que cayera del cielo una lluvia de fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra. Así destruyó a esas ciudades y a todos sus habitantes, junto con toda la llanura y la vegetación del suelo. Pero la esposa de Lot miró hacia atrás, y se quedó convertida en estatua de sal…”

Pablo cierra el libro. Se sienta en el banco. Silencio.

PEDRO: ¿Y?

Pablo no contesta.

PEDRO: ¿Encontraste la palabra? ¿Meditas? ¿Preparas tu corazón para recibir al señor?

Pablo lo ve sin decir nada.

PEDRO: Vamos a la congregación para que conozcas a tus hermanos.

PABLO: Este libro es una… una soberana…

PEDRO: ¡Calla…! Sin herejías.

PABLO: Por eso es que estás como estás. Por leer eso.

Pedro salta sobre Pablo y le quita el libro. Lo toma y lo protege de cualquier posible ataque.

PABLO: ¿Qué consuelo ni qué nada hay en esa cuerda de disparates? ¿Un papá que ofrece a las hijas vírgenes para que la gente del pueblo no se meta con sus amigos?

PEDRO: Es una metáfora. (Abre el libro y lee). “ La gente de Judá ha hecho el mal que yo detesto –afirma el señor-. Han profanado la casa que lleva mi nombre al instalar allí sus ídolos abominables…”

PABLO: Dame esa vaina ya.

PEDRO: ¡No…! (Lee). “Por eso llegarán días cuando los cadáveres de este pueblo servirán de comida a las aves del cielo y a los animales de la tierra, y no habrá quien los espante…”

PABLO: Dame acá. (Se acerca a Pedro).

PEDRO: El libro sagrado no lo tocas.

Pablo toma un palo y se acerca más a Pedro.

PABLO: El libro.

Pedro da unos pasos atrás.

PEDRO: Cualquier cosa, mi vida, mi mujer, mis amigos, lo que quieras, pero el libro no.

PABLO: (Toma un palo que encuentra). El libro.

PEDRO: No.

Pablo se acerca más. Pedro brinca hacia él y le da un cabezazo en el estómago. Pablo suelta el palo y cae. Pedro brinca sobre él.

PEDRO: ¿Quieres el libro? Toma. (Golpea a Pablo con el libro).

PABLO: ¡Deja, idiota!

PEDRO: (Sigue golpeándolo con el libro). ¡No te quejes…! Son golpes celestiales, golpes que te manda el señor para que te alumbren, descarriado. ¡Toma…! La palabra te va a entrar así sea a golpes. (Abre el libro y le restriega por la cara las páginas a Pablo). Entenderás la palabra, te lo juro.

Pablo logra zafarse. Pedro no se da cuenta. Agotado, Pablo se levanta brinca sobre Pedro y le quita el libro.

PABLO: ¡Por fin…!

PEDRO: Suelta mi libro que me costó bien caro.

PABLO: ¿Te vas a ir con tu palabra pa’l carajo?

PEDRO: ¡Jamás…! El señor me mandó.

(Pedro se levanta y se dirige a Pablo).

PABLO: Das un paso más y lo rompo en dos.

PEDRO: (Gimoteando). ¡No…!

(Pausa breve).

PABLO: ¿Lo quieres?

PEDRO: (Gimoteando). ¡Síiiii…!

PABLO: Muy bien. Allá va.

(Pablo tira el libro que sale por la parte derecha del escenario. Pedro queda inmóvil un momento y luego corre a buscar el libro).

PEDRO: ¡Mi libroooo…!

(Pablo con tranquilidad se dirige al punto donde se sentó a descansar al principio y se acuesta).

©-2008


Friday, July 16, 2010

Miradas

¡Esa manía de dejar todo para última hora! Tengo que comprar hoy la tarjeta de cumpleaños para Catherine; de lo contrario, no la recibirá a tiempo.

Catherine vive en Rochester. Ella roba los minutos necesarios cuando el tiempo señala que estoy logrando la madurez, en navidad y hasta el día de mi santo. Envía tarjetas que delatan su esmero ya que aluden a mi vida, a mis logros, a mis alegrías. Es católica: sabe qué día corresponde a qué santos, sus vidas y milagros. Sus viajes a Francia, Portugal o España se remiten a Lourdes, Fátima o Santiago de Compostela. Una vez contó que de niña quiso ser monja, pero que luego se decidió por el magisterio y por un marido tan espiritual como ella.

Catherine es una de las pocas amigas a las que no envío, no puedo enviar cualquier tarjeta. Puedo pasar horas buscando imágenes, colores, palabras que signifiquen algo para ella. Por eso quiero, como de costumbre, la tarjeta que delate que fue comprada pensando en ellla. Cerca de mi casa, en la Avenida 37, hay una tienda de regalos en la que venden inciensos, imágenes de Buda, juegos de tarot, fragancias místicas, cuadernos hechos a mano, libros sobre espiritualidad, objetos con frases para meditar y tarjetas.

Entro. En el sitio, la paz interior asalta al visitante. Es un pequeño establecimiento en cuya vidriera los juguetes celebran los colores. Adentro, el olor de esencias orientales aquieta la ansiedad; las pequeñas fuentes de agua con sus pulidas piedras evocan una naturaleza a los que viven en la ciudad; la música, de flautas y campanas, apela a la quietud. El vendedor levanta la cabeza, me sonríe, saluda y sigue acomodando con esmero unos péndulos de cuarzo en los estantes. Doy vueltas por el espacio, viendo, tocando, oliendo los diferentes objetos que hay en el lugar. Las tarjetas se exhiben en un mostrador de plástico transparente. Al rato encuentro la tarjeta con la imagen que busco: la virgen de Guadalupe.

La tarjeta está hecha con gusto popular y ostentoso; para ahorrar palabras diré que es kitsch: rosas, ángeles, colores chillones, escarcha. Es una versión visual de una Guadalupe estridente y fuerte. Durante siglos la imagen ha ido ganando creyentes y alterando detalles: los santos y las vírgenes, como los recuerdos, se mantienen vivos por la gente que los piensa.

Tomo la imagen. Antes de pagar, agarro dos paquetes de incienso: quiero tener algo de esta espiritualidad en casa. En ese momento, entra una mujer con un niño al que sujeta por una mano y que ha estado viendo los juguetes en la vidriera. El niño, menos preocupado por lo místico, toca los juguetes de la tienda.

La mujer se parece a la virgen de la tarjeta. Tiene el pelo lacio y azabache, la piel de cobre, los ojos oscuros. A diferencia de la virgen de la tarjeta, su ropa es barata y gastada. La única ostentación la lleva al cuello: una cadena con una virgen de plata. Además, mi virgen kistch es más estilizada que la madre barrigona y de baja estatura.

Ante la presencia de la mujer, el vendedor deja de acomodar los péndulos como si sus manos hubiesen dejado de hacerle caso. A su alrededor todo deja de existir para seguir el movimiento de la madre y el hijo que no hablan, sólo ven y tocan. No hay saludo ni sonrisa, sólo respiración acelerada y una atenta mirada. La paz interior del local desaparece como si algo estuviera a punto de estallar.

¿Habrá sentido ella la misma tensión? Probablemente ya se acostumbró en la calle a esas miradas. La humanidad del vendedor se centra en los dos seres hasta que se retiran como entraron: sin hacer ruido. La tienda y yo volvemos a existir, el dependiente sonríe y vuelve a acomodar los péndulos. Me dirijo a la caja, le entrego la tarjeta y los inciensos. Éste los toma, saca las cuentas, me dice el monto y busca una bolsa de papel marrón donde coloca los objetos con delicadeza. Al ver la tarjeta, el dependiente alaba mi buen gusto. Él acepta a la patrona; la devota es un peligro.

Foto: Venta callejera de artículos religiosos, Avenida Roosevelt entre las calles 89 y 90, Queens.

©-2009

Saturday, July 10, 2010

Calle


(CALLE, pieza brevísima, forma parte del proyecto UNA CIUDAD 4 ESTACIONES. La lectura dramatizada se realizó el 8 de julio 2010 en The New School, organizada por Teatrica y Artistas Anonymous. Participan Martín Balmaceda, Memo, Yanko Bakulic, Laura Spalding y Patricia Becker).

Personajes

-Nando: tez cobriza, pelo lacio. Viste casual: elegante chaqueta y zapatos de cuero; jeans, camisa. Unos veinticinco años.

-John: rubio más alto que Nando. Es más alto que Nando, rubio, viste como oficinista con ropa notoriamente gastada. Treinta años.

Calle. Frío. Viento. En escena aparece Nando. Viene abrigado con una chaqueta de cuero. Trae un papel en la mano que mira constantemente lo que alterna viendo con detenimiento el número de los edificios. John viene detrás de él, se adelanta y sale de escena.

NANDO: 1015… 1017… calle 27. Éste es el número, pero aquí no parece… edificio de apartamentos. Se me va hacer tarde. ¡El teléfono! (Revisa los bolsillos y no lo encuentra). Lo anoté, seguro que anoté el número… estaba en otro papel. ¿Dónde se me habrá caído? (Pausa breve. Mira con detenimiento el número de la calle). ¡Qué bruto! Es la calle 26.

Nando apura el paso concentrado en el papel. En sentido contrario viene John. Al cruzarse Nando y John, a éste se le cae una bolsa en la que hay un contenedor con comida. Ambos miran el paquete en el piso.

JOHN: Oh my god!

NANDO: Excuse me. No me di cuenta.

JOHN: My lunch. You threw my lunch…!

NANDO: (Da un paso atrás). Yo… yo…

JOHN: You have to pay for my lunch.

NANDO: ¿Cuánto es?

JOHN: Fifty.

NANDO: ¿Fifty qué?

JOHN: What?

NANDO: Fifty what?

JOHN: Fifty dollars.

NANDO: ¿Fifty? ¿Five Zero? (Bajo). ¿Y qué almuerza éste? Excuse me, but… no puedo pagar eso.

JOHN: What? English, please.

NANDO: Me…I am… cannot pay fifty dollars. I don’t have money.

JOHN: It’s none of my business.

NANDO: No puedo. I can’t

JOHN: No? (Moviéndose hacia diferentes lados de la calle mientras vocifera). Police!!!

NANDO: ¡No llames a la police!

JOHN: Police!!! Police!!! Police!!!

NANDO: Shhh… ¡Cállate!

JOHN: Then pay me my lunch.

NANDO: Te pagaría, pero no tengo. I haven’t money with me.

JOHN: I can’t believe that people like you walk around daydreaming bothering another people.

NANDO: I’m lost.

JOHN: Pay me.

NANDO: ¡Coño, que no puedooo!!!

John, lentamente se acerca a Nando hasta arrinconarlo contra una pared y quedar frente a él.

NANDO: Nada de violencia, hay que solucionar las cosas pacíficamente. El diálogo. La comunicación. Si quieres me das tu tarjeta… your business card and I’ll call you to you to send you the money. I swear it. I swear it for my mother.

JOHN: And I’m supposed to believe that you’ll call me to pay me back? Ha! You look like an damn immigrant. (Pausa breve). I want my money now.

NANDO: (Revisa los bolsillos delanteros de su pantalón, de su chaqueta, de su camisa). No llevo dinero conmigo. Look. (Muestra los bolsillos vacíos a John).

JOHN: (Agarra a Nando por la solapa de la chaqueta). Don’t play with me. My money.

NANDO: (Recula y se suelta). Mira te doy mi chaqueta. (Se quita la chaqueta, empieza a temblar). Es carísima… está como nueva… la puedes vender. (Le da la chaqueta a John).

JOHN: (La agarra con asco y la lanza contra el piso). I don’t want a fucking jacket. I want money for my lunch.

NANDO: (Sigue temblando). Está bien… mis zapatos… (Se quita los zapatos). Cuero puro. New shoes. Los estoy estrenando hoy… para una cita de trabajo. A lo mejor tú sabes dónde… maybe you know where it is located.

JOHN: My money!

NANDO: No tengo. (Cae de rodillas frente a John).

JOHN: Give me your wallet.

NANDO: (Se levanta). ¿Qué?

JOHN: Your wallet.

NANDO: No…

Nando se levanta. Corre y John lo alcanza y lo paraliza. Catea los bolsillos de la chaqueta, después el bolsillo de la camisa. Nando opone resistencia. John lo tira al suelo. Revisa los bolsillos traseros del pantalón de Nando. Encuenta la cartera. La saca. Cuenta el dinero.

JOHN: Twenty dollars?

NANDO: No salgo con dinero. Me dijeron que es peligroso.

JOHN: Only twenty dollars?

NANDO: (Avergonzado). Sí. Actually that all the money I have.

JOHN: I’ll take it. And I’m taking also that piece of crap (señala a la chaqueta).

Tranquilo, John toma la chaqueta y sale de escena. Nando se recompone. Se pone los zapatos.

NANDO: Ahora sin trabajo y sin dinero.

Nando recoge la billetera. Ve la comida.

NANDO: Bueno… al menos la comida… salió tan cara.

Se acerca a la bolsa de comida. Saca un contenedor y un tenedor. Abre el contenedor que apesta.

NANDO: ¡Está podrida! Esta comida está podrida. (Pausa breve). ¡Me robaste, cabrón! (Nando patea la bolsa. Se acuclilla contra la pared).

OSCURO

©-2009