Friday, July 16, 2010

Miradas

¡Esa manía de dejar todo para última hora! Tengo que comprar hoy la tarjeta de cumpleaños para Catherine; de lo contrario, no la recibirá a tiempo.

Catherine vive en Rochester. Ella roba los minutos necesarios cuando el tiempo señala que estoy logrando la madurez, en navidad y hasta el día de mi santo. Envía tarjetas que delatan su esmero ya que aluden a mi vida, a mis logros, a mis alegrías. Es católica: sabe qué día corresponde a qué santos, sus vidas y milagros. Sus viajes a Francia, Portugal o España se remiten a Lourdes, Fátima o Santiago de Compostela. Una vez contó que de niña quiso ser monja, pero que luego se decidió por el magisterio y por un marido tan espiritual como ella.

Catherine es una de las pocas amigas a las que no envío, no puedo enviar cualquier tarjeta. Puedo pasar horas buscando imágenes, colores, palabras que signifiquen algo para ella. Por eso quiero, como de costumbre, la tarjeta que delate que fue comprada pensando en ellla. Cerca de mi casa, en la Avenida 37, hay una tienda de regalos en la que venden inciensos, imágenes de Buda, juegos de tarot, fragancias místicas, cuadernos hechos a mano, libros sobre espiritualidad, objetos con frases para meditar y tarjetas.

Entro. En el sitio, la paz interior asalta al visitante. Es un pequeño establecimiento en cuya vidriera los juguetes celebran los colores. Adentro, el olor de esencias orientales aquieta la ansiedad; las pequeñas fuentes de agua con sus pulidas piedras evocan una naturaleza a los que viven en la ciudad; la música, de flautas y campanas, apela a la quietud. El vendedor levanta la cabeza, me sonríe, saluda y sigue acomodando con esmero unos péndulos de cuarzo en los estantes. Doy vueltas por el espacio, viendo, tocando, oliendo los diferentes objetos que hay en el lugar. Las tarjetas se exhiben en un mostrador de plástico transparente. Al rato encuentro la tarjeta con la imagen que busco: la virgen de Guadalupe.

La tarjeta está hecha con gusto popular y ostentoso; para ahorrar palabras diré que es kitsch: rosas, ángeles, colores chillones, escarcha. Es una versión visual de una Guadalupe estridente y fuerte. Durante siglos la imagen ha ido ganando creyentes y alterando detalles: los santos y las vírgenes, como los recuerdos, se mantienen vivos por la gente que los piensa.

Tomo la imagen. Antes de pagar, agarro dos paquetes de incienso: quiero tener algo de esta espiritualidad en casa. En ese momento, entra una mujer con un niño al que sujeta por una mano y que ha estado viendo los juguetes en la vidriera. El niño, menos preocupado por lo místico, toca los juguetes de la tienda.

La mujer se parece a la virgen de la tarjeta. Tiene el pelo lacio y azabache, la piel de cobre, los ojos oscuros. A diferencia de la virgen de la tarjeta, su ropa es barata y gastada. La única ostentación la lleva al cuello: una cadena con una virgen de plata. Además, mi virgen kistch es más estilizada que la madre barrigona y de baja estatura.

Ante la presencia de la mujer, el vendedor deja de acomodar los péndulos como si sus manos hubiesen dejado de hacerle caso. A su alrededor todo deja de existir para seguir el movimiento de la madre y el hijo que no hablan, sólo ven y tocan. No hay saludo ni sonrisa, sólo respiración acelerada y una atenta mirada. La paz interior del local desaparece como si algo estuviera a punto de estallar.

¿Habrá sentido ella la misma tensión? Probablemente ya se acostumbró en la calle a esas miradas. La humanidad del vendedor se centra en los dos seres hasta que se retiran como entraron: sin hacer ruido. La tienda y yo volvemos a existir, el dependiente sonríe y vuelve a acomodar los péndulos. Me dirijo a la caja, le entrego la tarjeta y los inciensos. Éste los toma, saca las cuentas, me dice el monto y busca una bolsa de papel marrón donde coloca los objetos con delicadeza. Al ver la tarjeta, el dependiente alaba mi buen gusto. Él acepta a la patrona; la devota es un peligro.

Foto: Venta callejera de artículos religiosos, Avenida Roosevelt entre las calles 89 y 90, Queens.

©-2009

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